El fenómeno Meyer

lunes, 23 de febrero de 2009

Les dejamos a continuación una nota que ha salido el día de ayer en el Diario Perfil de Argentina.

Dientes afilados, manchas de sangre

La literatura y el cine de terror pueden ser un reflejo de muchas cosas. Por ejemplo, de las serias dificultades que tienen los norteamericanos de asociar el mal con la inteligencia. La exitosa saga de vampiros adolescentes de Stephenie Meyer no es la excepción que confirma la regla. Cómo contar historias de monstruos deseosos de sangre en tiempos de terrorismo y sida. Qué propone la industria cultural a los jóvenes de hoy.

El terror al alcance de todos. Desde el comienzo, el cine de vanguardia y el de los años 40 tomó al vampirismo como una metáfora de la condición humana, entre el miedo y la risa.

Todos ellos deseaban vivir de un modo más humano al que solían estar acostumbrados los vampiros.” La frase está escrita en Amanecer, el cuarto tomo –y por ahora último– de la saga del romance entre Bella y Edward y resume con propiedad el espíritu de la tetralogía propuesta a los adolescentes del mundo por Stephenie Meyer, que ya alcanza cifras de venta sobrenaturales: casi 50 millones de ejemplares en todo el mundo y más de dos millones y medio en lengua española. Su biografía oficial informa que se graduó en Literatura Inglesa en la Brigham Young University y que vive con su esposo y sus tres pequeños hijos en Phoenix, Arizona.




Tal vez no haya mucho más que saber sobre una de las escritoras más exitosas de esta primera década del siglo XXI, salvo que ha sabido captar rápidamente cómo seguir contando historias de monstruos en los tiempos del terrorismo, la propaganda de la abstinencia sexual y la literatura infanto-juvenil a lo Harry Potter. La historia es más o menos conocida a partir de la película que todavía sigue en cartel a más de un mes de estrenada en Buenos Aires. Bella, una joven de dieciséis años, llega a un pueblo cercano a Washington, donde conoce a Edward, un vampiro adoptado por la familia de los Cullen, que le ha enseñado a dejar su adicción a la sangre. Ambos se enamoran y los cuatro tomos –que van creciendo en cantidad de páginas de un libro a otro, como muestra de su aceptación– son el relato de las peripecias de la pareja que debe enfrentarse a vampiros menos civilizados y convivir con hombres-lobo que fraternizan y compiten con sus colegas hemofílicos hasta que se produce el anhelado casamiento.

Cambios de menú. Para que la relación entre un humano y un vampiro sea posible, sin que ninguno pierda su identidad, el vampiro debe renunciar a beber la sangre de su amada, aunque la posibilidad de que caiga en la tentación ronda toda la historia. Pero ya se sabe, el amor es más fuerte, como bien señala una de las menudas asistentes a una función porteña de Crepúsculo: “Ma, no es una película de terror, sino de amor”. El mismo argumento que hace que muchos de los varones prefieran otras películas.

La trama es una muestra alambicada y manierista (ante el sol, los vampiros adquieren una piel de “diamante”) de una tendencia que hace un tiempo se viene reflejando en el cine de terror norteamericano: su dificultad para asociar el mal con la inteligencia, que es uno de los rasgos que marcó a Drácula desde la misma novela de Bram Stoker. Al fin y al cabo, se trata de un conde, de la época en que la nobleza era sinónimo de refinamiento y generalmente de crueldad.

El auge del gore y, en menor medida, las parodias, fueron terminando con los vampiros de pantalla. Un vampiro nunca puede caer en el horror explícito de un Hellraiser –una novela de Clive Baker que él mismo dirigiría– con los ganchos que desgarran la piel de las víctimas y la exhibición de vísceras de acrílico. Ni en la brutalidad en cadena que despliega cada uno de los avatares de El juego del miedo, que trabaja por la acumulación de desastres y maldades. Sometido al juego paródico, los resultados fueron magros: ni Polanski con La danza de los vampiros ni el Drácula de Mel Brooks llegaron a tiempo para reírse de una figura que ya mostraba signos de cansancio.

Por otra parte, su lugar dentro de la categoría de los muertos vivos fue de a poco ocupado por los zombies, que son la contrapartida perfecta de la inteligencia. Al momento de resucitar, estos muertos vivos ya no consumen sangre sino cerebros. El cambio no es menor. Al grito monocorde de “Brain, Brain”, los recién regresados a la vida salen en busca de sus presas y luego de matarlas se alimentan de sus sesos, que es la única forma de calmar el dolor que les produce resucitar. El ciclo no termina allí, sino que el extirpado regresa para seguir con la búsqueda de alimentos, ya sin cerebro. Los zombies conforman una masa no pensante, que se mueve impulsada por una monomanía, que es la nueva versión simplificada de la monstruosidad y que apela para consumarla a una violencia directa y sin sutilezas, en la línea de Jason de Martes 13 o del vengador enmascarado de Halloween. Para decirlo de otro modo: el mundo de los nuevos monstruos es más pobre que el de los antiguos. El zombie no atraviesa por los dilemas existenciales que desgarran tanto al Nosferatu de Murnau como al de Herzog. Simplemente actúa por instinto y su proliferación tiene más que ver con los mecanismos de la peste –que una vez desatados son imparables– que con un accionar regido por una estrategia. Vale la pena recordar que en el libro de Stoker, Drácula lleva con él la peste, pero no es la peste.

Veamos un ejemplo fuera del mundo de lo fantástico: la saga de Hannibal Lecter. La primera de la serie –El silencio de los inocentes– era un duelo de inteligencias entre el antropófago recluido en su cárcel y la agente Clarice Starling, interpretada por Jodie Foster. Luego, sin que esto ocurriera en las novelas de Thomas Harris que dieron origen a la serie de filmes, el personaje interpretado por Anthony Hopkins va derivando hacia la monomanía, querer comerse a cuanto ser humano se le cruce por el camino. Pasa de malvado sutil y cruel a depredador instintivo, cuya mayor habilidad es armar trampas para disponer de su víctima.

Vampiros adolescentes. El movimiento iniciado por Anne Rice con su humanización del vampiro, con el personaje de Louis, quien mata por necesidad y sufre remordimientos por ello, es continuado por Meyer de una manera deliberadamente naif. Su historia, pese o tal vez a causa de su simpleza, enfatiza varios mitos norteamericanos, fundamentalmente la idea de que la voluntad se puede imponer sobre el instinto. Lo que está ocurriendo dentro del género es una nueva idea del Mal, que permita una nueva lectura y un diferente manejo del miedo dentro y fuera de libros y pantallas. Si, como ocurre con Drácula, el Mal será eterno, indestructible y habrá de renacer siempre, eso tiene resonancias muy cercanas. En el mundo real, esa fue siempre la característica del enemigo, pero hoy parecería que ya no se lo puede representar como un ser inteligente. El terrorismo ha adquirido una cualidad que podría llamarse vampírica: puede reproducirse al infinito porque sus militantes no temen morir. Si a eso se suma la inteligencia, todo estaría perdido. A esa sensación parece responder el gore con su acumulación de atrocidades que no tienen graduación ni matices y que son brutales de principio a fin. El enemigo ya no es un perverso, como lo era Drácula, sino un psicópata que desconoce las leyes más elementales de la convivencia social y de la misma naturaleza.

Siguiendo este movimiento de redefinición del Mal, Stephenie Meyer da vuelta toda la mitología alrededor de los vampiros cerrando el círculo abierto por Anne Rice. Su serie de Crónicas vampíricas daba por tierra con toda una suma de lugares comunes asociados a los seguidores de Drácula: que los afecta el ajo, que el agua bendita les hace daño, que no se reflejan en los espejos. Meyer da un paso más y los transforma en humanos con capacidades diferentes, entre ellas la de la inmortalidad y una fuerza física espectacular. Las características de siempre, pero ahora puestas al servicio de una ideología políticamente correcta: la de la no discriminación. Aunque se trate de un vampiro, puede establecer alianzas con los humanos.

La construcción de este universo regido por la armonía entre especies lleva a Meyer a cuanta inverosimilitud le resulte posible, incluso violentando la lógica del género. Vampiros que se enamoran de los mortales y que no quieren que éstos se incorporen a su especie, que han resuelto la cuestión de cómo debe vivirse la vida, un pueblo en el que cada tanto hay un cadáver vaciado de sangre y nadie investiga nada, falta absoluta de temor y sospechas en los habitantes del lugar, pese a que Google informa del tipo de vampiros que viven allí. Todo contado en las exitosísimas novelas de Meyer como si se tratara de un episodio levemente bizarro de alguna sitcom juvenil. Aunque apela a la dosis indicada de diálogos y de acción que son regla en la confección de best-sellers, hay algo abrumador en este universo de gente y monstruos entre quienes la maldad, los celos, los resentimientos, los conflictos brillan por su ausencia.

Se podría pensar que pasan por allí algunas de las razones de su éxito: su notable oficialismo. Porque además de cumplir con la lógica del pensamiento políticamente correcto y presentar personajes fácilmente idealizables, Meyer rescata el espíritu de la abstinencia, un movimiento que al menos en los Estados Unidos genera un gran despliegue. En 2002, el gobierno de George W. Bush aprobó un presupuesto de 50 millones de dólares destinado a subvencionar los llamados cursos de abstinencia en los colegios norteamericanos a partir de la idea de que la única protección efectiva contra el sida y otras enfermedades venéreas es prescindir de manera absoluta del sexo. Más allá que muy pronto se descubriría la escasa eficacia del método y el incumplimiento constante de los adolescentes –más de un 80 por ciento– a la promesa de evitar relaciones sexuales, se podría decir que el concepto puede llevar a un romanticismo lavado como el de Meyer –quien hace que su protagonista sea espectadora de las adaptaciones de Jane Austen y no lectora de sus libros, en los que descubriría la malevolencia y el doble discurso moral de la inglesa, además de su talento.

Epicas en tiempo pasado. Es probable que su formación mormona pese sobre este clima que campea en sus textos, pero hay una marca de época: la abstinencia implica recuperar la ingenuidad y transformar la represión en un valor por encima del deseo. Es inventar una épica de los sentimientos que se imponga sobre el llamado de la especie, cualquiera que ésta sea.

Así, en una escena de la primera novela de la serie, Edward debe succionar la sangre de su amada para salvarla del ataque de otro vampiro. Pero no debe tragarla, porque si no el acto de amor sería simplemente un acto sexual. Y vería a la chica como un objeto de deseo y no como esa mujer ideal con quien compartir la vida de ella (la de él es irremediablemente eterna). El muchacho, obviamente, pasa la difícil prueba (tener en la boca la anhelada sangre de su amor), justamente porque la abstinencia es posible y también deseable, porque garantiza pasiones duraderas, como las de antes. El clima de la pequeña ciudad en la que transcurre la historia, con sus paisajes nublados, sus casas bajas, la vieja pick up que le regala el padre a Bella, es el escenario ideal para este intento de recuperar morales perdidas. El mejor futuro está en el pasado, ese es el claro mensaje de Meyer a sus lectores. Los héroes propuestos hoy por Hollywood tienen una fuerte marca retro. Basta con considerar la recuperación de Tolkien para la saga de El señor de los anillos, el ambiente y la catadura misma del protagonista de Van Helsing, o la atmósfera ucrónica que rodea Inframundo, con sus peleas entre vampiros y hombres-lobo. Como si los héroes vivieran en el pasado o fuera del tiempo y el futuro se reservara para pesadillas como Matrix, donde la única ley es tratar de sobrevivir.

Otro tanto ocurre con la imaginería que despliega la saga de Harry Potter, a quien tanto debe la invención de Meyer. De J.K. Rowling parece haber aprendido un mecanismo que le permite postular la idea de que para cada inconveniente existe un dispositivo infalible que permite superarlo. En el caso de Potter, se trata de pócimas, palabras mágicas y sortilegios. No es un héroe que deba cambiarse a sí mismo para resolver los problemas que presenta la aventura ni buscar en su interior los recursos para enfrentarlos. La neurosis, que es, en definitiva, la incomodidad con que nos movemos en el mundo, ha sido reemplazada por la psicopatía, que es la creencia de que existen todas las soluciones y que hay que buscarlas a cualquier precio.

Por otra parte, la mayoría de las películas y novelas de terror de circulación masiva tienen a los adolescentes en un doble papel, el de víctimas (ver, por ejemplo, la serie de películas tituladas Resident Evil) y de público. Algo que parodiaba con acierto la primera de la serie de Scream. Hoy la industria cultural propone a los chicos utopías en la que los conflictos se resuelven por medio de la magia, la renuncia al sexo o la abolición del futuro que en algún momento parecía pertenecerles y que ahora amenaza con convertirlos en sus víctimas, salvo que acepten las reglas y ese mandato de que da lo mismo, en el fondo, ser humano o ser vampiro.

Gracias a Twilight Latino

0 comentarios: